HECHALAMERICA EN EL PAÍS. RAMÓN MÉRICA Tacuarembó para su Diario Uruguay.
Publicado: Viernes, 14 Septiembre 2018 02:00
La sonrisa que le ganó al país
El País patrocinó buena parte de las acciones que contribuirían a afirmar el lugar de nacimiento del Mago. Una de ellas fue la iniciativa de Arotxa: una caricatura de Gardel de 27 metros en Ruta 5. “El Gardelazo” se inauguró el 27 de diciembre de 1997 y se publicó una crónica de Ramón Mérica.
Onetti ya lo escribió: un sueño realizado. No solamente el del máximo cantante popular que ha regalado el continente, que así volvió a descansar eternamente en su tierra, sino el de un muchacho que antes de ser dibujante era gardelómano.
A los 39 años, Rodolfo Arotxarena (Arotxa) cumplió ese doble sueño con la erección en el quilómetro 363 de la entrada a Tacuarembó de un colosal Gardel, hierro de 26 metros de alto, para que no queden dudas que ese sitio era capaz de crear magos. El imponente monumento nació a partir de una caricatura de Arotxa y fue inaugurado ayer sábado 27 a las siete de la tarde. En el aire flotó una frase: “Perdoná si al evocarte se me pianta un lagrimón”. Nombre de la obra: “El Gardelazo”.
“¡Esto es tremendo!” suele estallar Rodolfo Arotxarena, 39, “Arotxa”, cada vez que algo lo sacude. “¡Esto es monstruoso!” también suele añadir al asombro inicial cuando se ha enfrentado con algo inesperado. Ayer sábado 27, al caer la tarde sobre los pastos del quilómetro 363 de la entrada a Tacuarembó, esas exclamaciones de estupor fueron multiplicadas y coreadas por miles de lugareños y curiosos venidos desde otros pagos porque allí se estaba produciendo algo muy impresionante: el Mago, agigantado hasta la desmesura y desde la rotunda encarnadura del hierro, volvía a la casita de sus viejos, nada vencido sino triunfal, tarareando: “Bienvenidos a El País de Gardel”. El sueño de dos pibes acababa de ser cumplido: el del oscuro muchacho engendrado en el incestuoso silencio de la estancia Santa Blanca, desde donde levantó vuelo hacia el fin de la gloria, y el de otro, montevideano, que meció su temprana adolescencia bajo el influjo del que cantó como ninguno.
Para ser justo, conviene aclarar que el estallido popular ocurrido ayer de tarde en Tacuarembó no fue un milagro de generación espontánea sino el fraguado final de un amor apasionado. Para ser justo, conviene desandar unos 30 años y detenerse en la recoleta callecita de una sola cuadra en pleno centro, enquistada entre Ejido y Yaguarón, desmayándose entre Uruguay y Paysandú, la calle Curiales, donde pasaba un auto cada año y por eso los chicos del barrio lo habían transformado en potrero asfaltado para soñar con ser algún día el Negro Jefe. Entre esos niños, había uno, el más terrible, que entre driblings y dribleos no dejaba de susurrar “Sus ojos se cerraron…” o “Yo adivino el parpadeo…” sin sospechar que el invisible mago lo estaba escuchando.
Acaricia mi ensueño.
Tres décadas después de esas chiquilladas, el caricaturista Arotxa no sabe qué hacer con el monstruo que ha engendrado, la encarnación más concreta de sus sueños. Al pie de la imponente figura de hierro que nació de entre sus dedos como un ejercicio de mano alzada, sólo atina a comentar, como para sí: “Recién oí a un paisano que vino desde muy lejos decir algo así como que el gacho de Gardel estaba tocando el cielo…”.
Tenía razón esa sentencia paisana, porque es la impresión que se tiene cuando el visitante se va acercando lentamente hasta la escultura y siente que, por efecto óptico, la figura va creciendo, creciendo, creciendo, hasta confundirse con las nubes y rozar el cielo. Hay más razones para dar la razón al paisano: “Yo siempre me imaginé qué pasaría con un Gardel volando…” susurra Arotxa. “Hice algunos intentos, pero eso pasó, se fue. Pero cuando durante un año y pico hicimos la gira de EL PAÍS en el País, pese a que conocía la mayoría de las ciudades, fue como volver a descubrir códigos y secretos de mi tierra, sentí como un llamado extraño ante esos paisajes fantásticos: las serranías azules de Lavalleja, las ondulaciones verdosas de Cerro Largo, el increíble camino a Santa Clara de Olimar, y ahí volví a ver a Carlitos riéndose entre los cerros y las cuchillas, el chambergo recortado contra una meseta, tragándose dulcemente el paisaje entero con su sonrisa. Entonces me dije…”.
Lo que se dijo está a la vista. Una suerte de altar laico de dimensiones colosales (¿no rondará algún colaborador de la Guía Guinness alguna vez por ahí?): una base de 17 metros para sostener una figura de hierro de 26 metros de alto (más fácil de imaginar si se piensa en un edificio de 9 pisos) para levantar la cual se precisaron 120 metros cúbicos de hormigón, 900 bolsas de portland, 28 toneladas de hierro, con todo lo cual la empresa Publicartel fue levantando día a día, noche a noche, porque sus obreros no descansaron nunca, el inmenso homenaje. De esa manera, seis operarios, cuatro soldadores, dos pulidores de vigas de estructura, “como perros de presa”, según Arotxa, no agacharon el lomo ni durante las cruentas jornadas de la semana última, cuando viento, tempestades, lluvias, se desplomaron sobre Tacuarembó como sobre todo el Uruguay. A 200 metros de la carretera, a la entrada de la ciudad capital, el sueño de los dos pibes estaba rozando su fin.
Imposible contabilizar los pasos que antecedieron a la concreción definitiva del ambicioso proyecto. “Empecé por el principio”, dice Arotxa. “Cuando presenté el proyecto en El País a Daniel y Eduardo Scheck, no dudaron un segundo: pusieron muy claramente sobre la mesa el hecho de que El País fue, desde el principio, el primer medio del Uruguay que defendió, a través de las investigaciones de Avlis, la nacionalidad uruguaya de Gardel. Yo recuerdo que cuando Avlis apareció con la teoría de Tacuarembó, todos nos reíamos, nos burlábamos. Y yo hasta hice una caricatura de Avlis vestido de novia, llevado en brazos por Gardel. No le gustó, no le cayó bien”.
Yo adivino el parpadeo.
Una vez conseguido ese importante visto bueno, había otros molinos de viento a desafiar: la Intendencia de Tacuarembó, el pueblo de Tacuarembó, el permiso de los propietarios donde se iba a emplazar el monumento. “Ocurre que el sitio elegido pertenece a los hermanos Roberto y Danilo Ferreira, que cuando se enteraron de la idea sólo exclamaron: ‘Para Carlitos, cualquier cosa’, y esa maravillosa actitud se repitió a lo largo de todo el desarrollo en la idea desde el vamos, que estuvo siempre al pie del cañón. Lo mismo que la gente de Publicartel, que me dio la gran tranquilidad cuando vi la seriedad de su forma de trabajar, no desprendiéndose de la cuadrícula un solo segundo. Porque el gran problema de esta obra es, precisamente, su dimensión: llevar mi dibujo a veintiséis metros de alto era algo aterrador, yo no sabía lo que podía pasar. Lo que sí tenía muy claro era que si el Gardel quedaba mal, yo tenía que irme del país. Pasaporte conmigo. Y por eso hubo muchas noches que no pude dormir”.
Los sueños de Arotxa fueron más plácidos cuando pudo cotejar libremente con amigos que respeta algunas de las dudas que lo asaltaban. “El maestro Espínola Gómez me dijo: ‘Si vas a hacer algo así, tiene que ser imponente. El espacio no perdona, traga todo lo que se haga al aire libre, minimiza todo. Entonces pensé en un ejemplo que me parece magnífico: la escultura de Fresnedo Siri en homenaje a Luis Batlle Berres, frente al Edificio Libertad, que se hace sentir en el espacio con sus treinta y tres metros de altura”.
Siempre se vuelve.
A principios de esta semana, cuando los operarios estaban por culminar el ardoroso montaje, ya la gente detenía sus coches en la carretera para preguntarse qué era esa cosa loca que estaban levantando allí, sacaban fotos, mientras ominosas nubes luego convertidas en diluvio no detenían a los obreros, que parecían disfrutar de una gran fiesta, aun cuando el agua cayó sin piedad y ellos tarareaban: “¡Vamos, Carlitos, que vos sos de hierro y el agua no te hace nada! ¡Aguantá un poquito más, Mago querido, que ya te ponemos el gacho y te dejamos tranquilo!…”. El Mago, como siempre, se abría paso a sonrisa limpia entre las inclemencias que no lo rozaban.
A cierta tradición verbal le place trasmitir de generación en generación que los elefantes, al intuir el fin de sus vidas, vuelven al lugar de nacimiento para morir. Nuestro hombre, a contramano como siempre, cargando con una vida embebida de teorías y leyendas que no hicieron otra cosa que confirmar el mito, también fue capaz de contradecir a los arcaicos paquidermos. No volvió, gigantesco, a Tacuarembó, para morir. Volvió para vivir eternamente. Volvió para quedarse. Volvió para cantar en paz.
Por tal, desde ayer en más habrá que prohibir algunas líneas de su confusa vida anterior sembrada de incongruencias, de su manoseada identidad, de su sombra prisionera de partidas de nacimiento y de pasaportes. Ahora está en casa, finalmente, y por eso habrá que prohibirle repetir ni una sola vez más que en cierto momento de su vida arrastró por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
“Avlis”, el gardeliano que nació en Toulouse
“Gardel nació en Tacuarembó, pero Avlis nació en Toulouse”. Con esta definición burlona solíamos saludar el ingreso de Erasmo Silva Cabrera (”Avlis”) en la redacción de El País, allá por los años 60 cuando él era el único que sostenía tozuda y públicamente que Gardel había nacido en Uruguay”, recordaba el periodista Guillermo Pérez Rossell. “La tesis de Gardel uruguayo tuvo un punto de partida en 1958, cuando Erasmo Silva Cabrera confió a don Carlos Scheck, uno de los fundadores de El País, que el inolvidable Julio De Caro le había preguntado por qué los uruguayos nunca habíamos reivindicado el origen compatriota del gran cantor. De Caro no tenía ninguna duda que había nacido en Tacuarembó, pues el propio Gardel se lo había dicho varias veces de manera enfática. Don Carlos inmediatamente decidió solventar la investigación y la confió a Avlis, quien cumplió con creces el mandato. Como es usual, los más escépticos en un comienzo fueron los uruguayos, y los más colaboradores resultaron muchos argentinos que desconfiaban de la hipótesis de un Gardel francés surgida de la nada poco después de su fallecimiento”.
La muerte de Avlis en 1987 impidió que completara su obra, pero tuvo formidables continuadores: el abogado Eduardo Payssé González y el arquitecto Nelson Bayardo.
*Nota publicada en diciembre de 1997 y dedicada a Erasmo Silva Cabrera, “Avlis”
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