DÍA DEL PATRIMONIO 2016. Por Ramón Mérica para DIARIO URUGUAY.
Desde Lewis Mumford hasta el más inocente habitante urbano sabe de las complejidades que encierra ese cascarón de monumentos, plazas, edificios y parques que configuran parte del complejísimo cosmos de llenos y vacíos que definen el perfil básico de lo que se llama ciudad. Lógica, fatalmente, no podía escapar a esa complejidad la propia Montevideo, la más joven de las capitales latinoamericanas, exceptuando Brasilia, inventada a prepo en 1961, y aunque sin los esplendores barrocos o precoloniales de Ouro Preto, Lima, Quito, el Cuzco, y, ni qué hablar, de la atestada Méjico y las documentales San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo o Cartagena de Indias, la juventud no la liberó de los acosos del paso del tiempo, de los asedios de la modernidad, del maltrato de sus habitantes en casi trescientos años. Como a la Esthercita del tango, los hombres le han hecho mal. Mucho mal.
No hay que irse muy lejos para descubrir el deterioro sufrido por la Muy Fiel. Basta con pescar en algún cajón de tía vieja, en una estantería librera de Tristán Narvaja o en el Museo Histórico una postal del 900 para sentir el dolor de haber perdido una ciudad bellísima, una suerte de sucursal mestiza de Bruselas o Lisboa, ciudades que aún hoy mantienen escala humana y el encanto de no haber sido agredidas sin piedad, despedazadas en su misterio y en su estética. Sin llegar al colmo destructivo de La Habana Vieja, Montevideo tiene razón en llorar sus viejos esplendores.
Las postales no sólo muestran el buen estado de sus edificios, la urbanidad de sus calzadas y veredas, el sostenido lenguaje arquitectónico alrededor de las plazas y a los costados de las vías importantes como 25 de Mayo, Sarandí, Ituzaingó, sino que además permiten ver las cuidadas vidrieras de los comercios más variados, los toldos protectores, las luminarias adecuadas, ni un asomo del futuro mal gusto de la ordinaria cartelería que se apoderó de 18 de Julio para graznar que allí se venden zapatos, guitarras o camisones. En esas postales también se ve a las señoras con sus sombrillas rumbo al Solís o a la Catedral impecablemente vestidas, se ve a niños jugando a los aros al costado de la fuente de la Matriz sin que nadie destruya canteros o degüelle angelotes o pintarrajee los muros del Club Uruguay.
Por esa ciudad también transitaban tranvías, como hoy siguen transitando en las espléndidas Viena, Zürich o Praga. Lo único que cabe pensar es que los abanderados del modernismo montevideano no tuvieron mejor estrategia que arrebatar los viejos encantos y canjearlos por la vulgaridad.
300 AÑOS DESPUÉS
Cuando las productoras editoriales Madelón Rodríguez y Susana Gallinal, más el fotógrafo Ignacio Naón, me convocaron para participar en este viaje por Montevideo, me pareció un proyecto fascinador, provocativo. Jamás pensé en lo que me iba a meter. Hacer un coffee table book no es muy complicado: muy buenas fotografías, refinado diseño, delicados textos breves, todo deslizándose sobre satinado papel que lucirá como nunca en la mesa baja delante del sofá a la hora del Drambuie. Nunca hubiera acometido algo así. Esta ciudad es lo suficientemente rica, misteriosa, inapresable como para tratar de desentrañarla aún en sus mínimos gestos, ésos que pueden estar disimulados en un balcón, una estatua, una esquina, un zaguán o un arquitecto.
Así fue como a mediados del 2000 empezamos a salir con Naón, a veces también con las productoras, en procura de ese Montevideo soterrado, de su arte y su paisaje, geográfico y humano, que en algunos casos sigue latiendo en un vagón abandonado en Peñarol, en un tambor de Palermo, en una cornisa del Cordón, en la piedra roja de Pocitos, en una glicina de El Prado o en una fachada vasca del viejo Carrasco.
El equipo siempre tuvo en cuenta el título de este libro antes de salir en pos de la ciudad.
Esta no es una historia de Montevideo, ni mucho menos de sus barrios -muchísimos y muy complejos. Es una travesía de casi trescientos años que arranca como arrancó la ciudad: desde el puerto, padre protector de todos los orientales, subiendo la cuesta de la península hasta toparse con las murallas que, una vez demolidas, darían nacimiento a la Ciudad Nueva que arranca en la Plaza Independencia. Para decirlo en pocas palabras: el lector deberá pensar, apenas abra estas páginas, que es un remoto viajero de Nuestra Señora de la Encina, la embarcación madre que depositó sobre la bahía a los primeros pobladores de Montevideo, aquéllos a los que don Pedro Millán dotó de las tierras originales según mandato del fundador y gobernador Bruno Mauricio de Zabala.
Lo que hace Montevideo-Arte y Paisaje es estirar la mano al lector e invitarlo a transitar por calles, plazas, iglesias, veredas y avenidas sobre las que se asientan monumentos y edificios que hacen la historia de la capital. Una historia que bien puede despuntar en una estatuita barroca de la Catedral, en una mesa de caoba en la Casa de Lavalleja o en la sutil transparencia de unos balcones de Murano en la calle Piedras. Por supuesto: detrás o junto a esos objetos están los hombres y mujeres que trenzaron la urdimbre histórica y doméstica de Montevideo, la pequeña y la gran historia, la saga tantas veces desconocida que está en la base de una comunidad.
Ojalá que a partir de este libro esa saga sea menos secreta.
Ramón Mérica
Montevideo, agosto de 2002
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