LAS GRANDES ENTREVISTAS DE RAMÓN MÉRICA en Diario Uruguay.
La estación de trenes suburbanos que enfilan hacia el sur quizás hoy luzca más penosa porque a las diez de la mañana ya avanzan 28 grados de ignominia sobre boleterías y andenes, después sobre pasamanos y vagones sobados por la charra urgencia de lo precario y la imprudente presencia del verano en el sitio que menos corresponde, y por eso Avellaneda primero, Burzaco después, y quién sabe qué recovecos de la rutina obligarán a los cotidianos consumidores de vías a adentrarse en la roñosa tristeza lumpen de la Estación Constitución -reducto deprimente si los hay-, para finalmente acceder a la «cochinada gris de los suburbios» como se lastimaba Neruda.
Sé que me espera un largo viaje (siempre lo molesto parece no tener fin), pero cincuenta y pico de quilómetros no deben asustar a nadie si uno sobrelleva el tercermundismo de ese Buenos Aires al sur con un soplo, por lo menos, de expectativa: en un lugar al que probablemente no volveré más (después confirmaré que es así) me espera una señora que es historia, historia negra de este siglo, no por ella sino por lo que le tocó vivir.
También sé que este tren no me llevará hasta San Vicente sino que deberé baja en Glew, enganchar allí con lo que sea -un fantasma que pasa cuando Argentina se pone discreta, no cuando mueren monaguillos sino cuando se trata de funerales de obispos- y después Dios dirá. Hasta que luego de atravesar paisajes polvorientos, desolados, -París-Texas, bah- me veo en una plaza de esas que siempre hemos idealizado como el Aleph de la desolación, una plaza donde confluyen todas las desolaciones.
No hay más bello, jocundo, feliz, que una plaza; no hay nada más ominoso, acuciante, peligroso, que esa misma plaza. Basta con remitirse a Giorgio de Chirico o a las columnas de la crónica policial para comprobarlo.
Pero en esta chica-grande-chica plaza de San Vicente las cosas ocurren de otra manera: sobre el mediodía el sol cae a pique con entusiastas 35 grados, no hay teléfonos sino «locutorios» para avisar a mi entrevistada que ya llegué al pueblo; no hay taxis sino «remises» para alcanzar ese 300 y pico de la Avenida San Martín y, como si fuera poco, cuando quiero saber en qué hora vivo, el reloj de la plaza, delante -o detrás- de un busto de Eva Duarte (no de Carson McCullers) no tiene manecillas.
Por más que en ese pueblo perviva la Quinta 17 de Octubre del que te dije (pronto será museo), por más que Torre-Nilsson haya elegido ese remoto ombligo del mundo para hacer su traslado de Boquitas pintadas de Manuel Puig, en San Vicente se murió todo, si es que alguna vez vivió algo. En ese pueblo, el único que tiene razón es el reloj sin manecillas.
La imagino grandota, un poco Valkiria, de voz urgente y seguramente autoritaria, mientras enfilo hacia esa casita «que está justo en la curva, con un muro de transparentes y muchos gatos», donde habita esa señora que no se da con nadie, de aquí que hable tan mal español, que nunca se dio con nadie porque estaba ahí para trabajar y no para trenzar chismes con los vecinos, como lo decretó aquel lejano día de 1949 en que cayó con su marido sobre San Vicente y donde seguramente cerrará los ojos a sí misma un día del que nadie tiene recuerdo.
La imaginación traiciona a la imaginación, y eso no está mal: no es grandota, ni Valkiria ni vozarrona; es sí cautelosamente autoritaria, como corresponde a alguien que ha sabido de profundis cómo son las cosas de la vida pero, sobre todo , las cosas de la muerte.
¿Quiere una cerveza? Es lo mejor para calor…
Fue el puntapié inicial de una larguísima conversación.
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