Julio Cortázar, Jorge Luis Borges y Ramón Mérica en las inmediaciones de la Confitería Saint James de Buenos Aires

RAMON MÉRICA CON JULIO CORTÁZAR EN BUENOS AIRES.

Cortázar y Borges: cara y cruz de la literatura fantástica

Saúl Yurkievich comparó a Julio Cortázar con Jorge Luis Borges en un ensayo sobre la vida y obra del creador de Rayuela. Ambos escritores argentinos sólo tenían en común el relato fantástico. Jorge Luis Borges nació un 24 de agosto. Julio Cortázar, un 26 de dicho mes. Prodigaron una literatura breve y escorada al género fantástico. Poco más tenían en común. Eran escritores de generaciones diferentes. Ni Cortázar ni Borges convergieron ni en lo político ni en su estilo literario. Cortázar jugaba con el lenguaje, como un niño con la tiza de una rayuela. Borges cultivaba el adjetivo certero en la frase quimérica, breve, erudita.

Quizás el ensayo que mejor muestra la diferencia entre ambos mitos literarios argentinos sea el que publicó el fallecido Saúl Yurkievich, íntimo y albacea de Cortázar. Su libro Julio Cortázar: mundos y mitos ahonda en lo cortazariano, su vida, su obra y sus influencias. No obstante, en uno de sus capítulos, también emerge la figura de Borges.

Así, Yurkievich explica que Julio Cortázar apostó por el hecho fantástico desde lo cotidiano. Mientras, Jorge Luis Borges, desde lo mítico.

“Borges se remite a los arquetipos de la fantasía, al acervo universal de leyendas, a las fábulas fundadores de todo relato, al gran museo de los modelos del cuento literario”, explicaba Yurkievich.

“Cortázar representa lo fantástico psicológico, las fisuras de lo normal /natural que permiten dimensiones ocultas”, añadía en su ensayo.No en vano, en muchos de sus relatos, Cortázar nos ubica en la cotidianidad para enviarnos hacia una frontera insólita. Los personajes cortazarianos serían algo así como nuestros semejantes, vecinos, amigos, protagonistas que podríamos ser –incluso- nosotros mismos.

En Borges, no. Borges alude a lo prodigioso, a espacios como los laberintos o el ajedrez, a libros apócrifos o a Las mil y una noches, a la cábala, a lo sagrado, a la filosofía o a sí mismo (Yo, Borges). No hay más que releer, por ejemplo, su cuento El jardín de senderos que se bifurcan.

“Borges evita toda pretensión de realismo, toda confusión entre literatura y realidad”, escribía Yurkievich. El autor también reiteraba que el vocablo certero borgiano contrastaba con el juego lingüístico de Cortázar en cada relato.

Buen ejemplo es el cuento, ya clásico, de Continuidad en los parques. Julio Cortázar nos narra cómo un hombre sentado en un sofá lee una novela. Sus dos protagonistas son dos amantes que emprenden el asesinato del marido. En un punto de giro de este brevísimo relato, el lector descubre que el marido es el mismísimo hombre que lee la novela.

¿Cómo hubiera resuelto un relato así Borges? No lo sabremos nunca. Quizás ni lo hubiera abordado. ¿Para qué?“Todo hombre es otro (todo hombre, en el momento de leer a Jorge Luis Borges, es Jorge Luis Borges), todo hombre es todos los hombres, que es lo mismo que decir ninguno”, exponía Saúl Yurkievich en su ensayo sobre Cortázar.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a la siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie.
Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa.
El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
–Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
–¿Estás seguro?
Asentí.
–Entonces –dijo recogiendo las agujas– tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
–No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche.

Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre. Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
–Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico.
La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba enseguida).

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
–Han tomado esta parte –dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
–¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? –le pregunté inútilmente.
–No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Colección: Cortázar: 100 años
Fotografía: © Sara Facio
© Julio Cortázar, 1951 y herederos de Julio Cortázar
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República Argentina, mayo de 2014

Cartografía Cortázar
Entre nosotros y en estos años lo que cuenta no es ser un escritor latinoamericano sino ser, por sobre todo, un latinoamericano escritor.

Julio Cortázar, “Clases de literatura”

Cortázar lúdico: Muchos de sus textos invitan al juego. La novela Rayuela es el caso más emblemático: desde la página inicial el autor ofrece la posibilidad de seguir una lectura lineal u otra que se bifurca en un recorrido a los saltos. También allí se presenta el glíglico, lenguaje e invención del amor. “Final del juego”, “Graffiti” y “Continuidad de los parques” son otros textos que proponen esta línea en complicidad con el lector, ya sea desde la trama, la materialidad de la palabra, la construcción de personajes. Se trata de jugar sin solemnidad pero de la manera más seria posible.

Cortázar político: En una de sus clases, Cortázar se refiere al impacto que su primera visita a Cuba (1962) produjo en su concepción política del mundo. La intervención en Nicaragua y su colaboración con la defensa de los derechos humanos, en particular denunciando los crímenes de la dictadura en la Argentina, lo ubican en un alto nivel de compromiso. Este posicionamiento puede rastrearse en textos como Reunión y El libro de Manuel, sobre el que cedió derechos para solventar gastos de defensa de los presos políticos argentinos.

Cortázar poético: Lo poético desborda su prosa. Alto el Perú, Los autonautas de la cosmopista, Salvo el crepúsculo, Último round se apoyan en el ritmo poético. Prosa del observatorio suma la fotografía y construye una visión poderosa que va más allá del verso. Rayuela en su conocidísimo capítulo 7 sintetiza esta propuesta. La música
también, fundamentalmente el jazz, conduce muchos textos como “El perseguidor”, Pameos y Meopas y nuevamente Rayuela. En todos ellos se cuela una mirada extrañada del mundo que no se atiene a estructuras sino que las reinventa.

Cortázar cronista de su tiempo: Él nos ubica en un rol de lectoras y lectores activos y presentes. Las referencias a las noticias, a los lugares, a los conflictos, a la libertad de prensa son constantes en su prosa, que da cuenta de un hombre comprometido con su tiempo, atento observador de la realidad. Así, Nicaragua tan violentamente dulce y La vuelta al día en ochenta mundos son testimonios vitales para la sociedad actual.