FERNANDO MORENA CON RAMÓN MÉRICA EN DIARIO URUGUAY.
Por si este libro llega alguna vez a manos -mejor dicho: ante ojos- fuera del Uruguay, debo decir que Fernando Morena es un jugador de fútbol, uno de los goleadores más efectivos con que ha contado la historia de ese deporte carismático de mi país, uno de los ídolos más estrictamente populares que ha nacido en los últimos años, una verdadera estrella del estadio, un muchacho de oro. Así también lo fue cuarto siglo antes Atilio García, que muere justo el día de mi primer encuentro con Fernando Morena: de ahí que ésta no sea solo una entrevista sino una dentro de otra, un contrapunto, el positivo y el negativo de una misma fotografía.
Por si este libro cae alguna vez en manos extranjeras, debo decir que Fernando Morena pasó del calco de yeso al vaciado en bronce hace dos años, en 1973, cuando alguien cotizó su pericia goleadora en un millón de dólares, una suma totalmente inédita en la historia del deporte uruguayo y diría de América si se excluyera al gigantesco Pelé.
Por si este libro accede alguna vez a la curiosidad de algún lector ajeno a mi tierra, debo pedir disculpas por tener que hacer estas aclaraciones dentro de páginas que hablan de Eva Perón, Pablo Neruda, Dorival Caymmi, Jorge Amado, Quino, de mucha otra gente a la que ni aquí dentro ni ahí afuera hay necesidad de explicar.
Pero ocurre, lector no uruguayo, que usted ignora lo que pasó con mi reportaje a Fernando Morena, o en una de esas no lo ignora tanto porque cuando se trata de cocinar habas no importan las fronteras. Suponiendo que lo ignore, debo explicarle que desde el mismo día de su aparición, el 23 de diciembre de 1973, se transformó en un escándalo público. Sí: un escándalo nacional donde llovieron los titulares gigantescos, donde se ejercitó como nunca la penosa profesión de los anónimos, donde se abolió sin limitaciones el derecho a la libertad de opinión de alguien ajeno a compromisos malsanos, donde resurgió la lastimosa apelación a las amenazas telefónicas y personales por parte de gente que prefería la violencia primero y en una de esas la tardía explicación después, donde un periodista que nada tuvo ni tiene que ver con el deporte debió enfrentarse a una horda cuya más sana aspiración era comérselo vivo.
Como ese periodista soy yo, debo decirle a usted, lector extranjero, que debí abandonar mi casa varios días por estrictas razones de seguridad personal, que en ese ostracismo fundamenté la veracidad de todo lo que se decía en el reportaje a través de una carta, escrita inmediatamente al estallido del escándalo, donde ofrecía a los involucrados escuchar las cintas magnetofónicas de mis encuentros con Fernando Morena, que mantuve citas secretas y en sitios inimaginables con gente que me apoyaba pero que pedía por favor no ser mencionada en ninguna declaración de mi parte por temor a las represalias (gente cuyo nombre jamás daré a conocer: de eso, estimados y anónimos amigos, estén muy seguros), a ustedes, ahora uruguayos y extranjeros, debo decirles que llamé reiteradas veces a Fernando Morena con la intención de aconsejarle que no se dejara usar más por la prensa malsana porque cada nueva declaración de su parte era en definitiva otro adoquín que se tiraba encima ya que mis cintas no mentían pues la verdad saldría a luz de cualquier manera, llamadas que siempre se estrellaron contra un No está.. Debo decir, también, que lo publicado es apneas un diez por ciento de todo lo conversado con Fernando Morena y aunque soporté presiones que exigían escuchar la grabación en su totalidad, jamás permití a ninguno de los involucrados oír una sola palabra más de las que figuran en el reportaje. El señor Fernando Morena sabe muy bien que hablamos mucho más de lo que fue publicado.
Como en este libro me siento en casa propia, no alquilada, puedo darme al fin un gusto: publicar en su totalidad la carta donde aclaraba definitivamente la situación. Una carta, señores lectores, que envié a los cuatro diarios existentes en diciembre del 73 en Montevideo: La Mañana, El Diario, El Día y mi casa: El País. Razones de espacio -vaya uno a saber lo que pasa en tiendas vecinas- convirtieron esa carta (lo único que podía aclarar y liquidar de una vez con el escándalo) en un testimonio secreto, desconocido, ignorado, porque salvo El País nadie me la publicó. Aún hoy, a dos años del hecho, todavía hay gente que se pregunta quién tenía razón: si el reportaje era el registro fidedigno de las declaraciones del futbolista o una tremenda canallada del periodista.
Por esa razón aquí va y su cometido primordial, aunque haya pasado un poco de agua bajo el puente, es el de cumplir -además de colmar una satisfacción personal- con una consigna a la que ni anónimos ni amenazas, aviesas proposiciones o ataques a la seguridad personal podrán enajenar en mí: la de preservar la intransferible paz de ser libre mano a mano con la verdad, cueste lo que cueste, duela a quien le duela, caiga quien caiga.
De haber salido de mi casa apenas un minuto antes, la mañana en que iba a encontrarme con Fernando Morena, esta nota hubiera sido completamente diferente. Porque fue justo en el momento de salir, y con la mano ya puesta sobre el botón para apagar la radio, que un informativista lamentó:“El deporte uruguayo, y particularmente el fútbol, está de duelo: acaba de fallecer el otrora ídolo nacionalófilo Atilio García…”
Era demasiado. Yo tenía cita para dentro de media hora con la luminaria de 21 años que metió 23 goles en 22 partidos, un vellocino de oro que sale todos los días en los diarios, que asalta la intimidad de las habitaciones con su voz desde las radios, que invade la doméstica familiaridad de los comedores desde el televisor, que aconseja la compra de un reloj y visita hospitales para aliviar ontologías en derrota, un muchachón saludable y corpulento que despliega un metro ochenta de energía y que carga sobre su ingenuidad la espeluznante tasa de un millón de dólares, y en este momento, justo en este momento, acaba de apagarse otro ex muchachón enérgico que hizo delirar ex clamorosas tribunas donde se alzó como el más fabuloso (sin ex) goleador que haya surcado las gramillas domingueras.
Durante las tres entrevistas que mantuve con Morena no pude desprenderme de ese contrapunto tan aparentemente casual (gracias, señor Leibniz, por haber fundamentado aquello de la armonía pre-establecida; gracias, señor Borges, por habérmelo explicado), de ese claroscuro tan puntualmente concertado entre la gloria que se puede conquistar y las tinieblas que siempre esperan al fondo del camino.
-¡Taxi!
-¿No ve que la bandera está baja? ¿Para dónde va?
-Al Parque Rodó, a la calle Giribaldi.
-Bueno… Suba… Tuvo suerte. Yo vivo en Malvín y lo dejo de paso… Va a Giribaldi ¿y qué?
-A Giribaldi y Patria…
-¿Ahí por la casa de Atilio García?
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