ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Periodista, Escritor, Editorialista Director Gral. de Cultura Tanguera.
No siempre Borges vivió encerrado en una biblioteca ni en un jardín.
No siempre fue ciego.
No siempre fue abstemio.
Muy joven, gustó de la noche, del suburbio y del tango.
Esto probablemente hace añicos la imagen que la mayoría tiene del gran escritor argentino. Según casi todas sus biografías, Borges fue un “bicho de libros”, misógino cortés, irónico e intelectualmente brillante que execraba la diversión apicarada, el alcohol y la música “de las orillas”.
Esta aventura del tango, aunque parezca increíble, nos trae extrañas pero verídicas historias que, con fundamentos suficientes, echan por la borda tamaña opinión.
Entre los mejores amigos de Borges se contó, junto a Adolfo Bioy Casares, el periodista, dramaturgo e historiador Ulyses Petit de Murat, con quien, vaya coincidencia, compartió esos años dispendiosos en extravagancias que a tantos podrán sorprender. Y voy a apoyarme en Petit para, recordando unas escasas anécdotas, fotografiar al otro Borges; al Borges que hasta fue, de algún modo, tanguero.
-Georgie (apodo íntimo de Borges) no era abstemio, aunque el alcohol no lo dominara. Solía vomitar sus excesos contra un árbol cercano a la Recoleta. Era el tiempo de su mayor admiración por Evaristo Carriego, por Eduardo Arolas, por cosas del viejo Gobbi. Una noche venía mal y nos topamos con Xul Solar. Borges le quiso hablar de un tango, pero Xul –un intelectual complejo, artista plástico, escritor- lo paró en seco: “No. Estoy creciendo. Me sucede siempre en la conjunción de Venus y Marte”. ¿Y cuánto creciste?, le preguntamos. “Diez a veinte centímetros”, dijo y continuó su camino; el vómito de Borges le erró al árbol.
En otra oportunidad, la pareja Georgie- Petit caminaba cerca de una iglesia a pocos metros de la casa de Enrique Rodríguez Larreta. Apareció un amigo del autor de La gloria de don Ramiro, que despreciaba a Borges, los encaró y dijo: -Don Enrique no pierde tiempo en las noches con músicas lastimosas ni costumbres despreciables. Ahora mismo lo imagino en un estado místico. ¡Fíjense! Hasta hizo colocar un foco al ingreso de la iglesia y se asoma al balcón de tanto en tanto a admirar la luz e inspirarse.
Borges, tambaleante, con la vista borrosa, lo miró, levantó los ojos hacia el foco y le espetó: -Sepa que está usted errado. Esa luz la colocó la Municipalidad para evitar que meen y caguen en el atrio.
El molesto interlocutor huyó despavorido.
A Borges, además, le divertía en esa época -¡nada menos que a él, poeta máximo¡- armar cuartetas parecidas a las que oía en algún prostíbulo que visitaba por minutos. Según Petit le gustaba una que repetía con insistencia: -Aquí estoy parado/ con toda mi contingencia,/ y por ver si te rompo el culo/ ando haciendo diligencia.
También fue sujeto de ciertas circunstancias risibles, donde, vale aclarar, el alcohol que él hubiera ingerido no tuvo nada que ver. Cierto mediodía, al salir de un restorán el conocido académico doctor Clodomiro Cordero, que sí bebía cantidades propias del cálculo infinitesimal, Borges, que venía detrás, tropezó y cayó sobre la vereda. Y desde allí, sin pararse, expuso una de aquellas absurdas cuestiones cuasi metafísicas a las que era tan afecto en ese lejano tiempo: -¿Cómo es que el doctor Cordero está borracho y soy yo el que me caigo?
Otra prueba –y ésta construida ya en su madurez, donde en algunos reportajes que, a decir verdad, usaba para divertirse, propalaba mentiras desagradables sobre el tango- de que sentía emoción por la música ciudadana fue el acuerdo al que llegó, rápidamente, tras una conversación, para ceder los derechos de sus poemas del libro “Para las seis cuerdas” a fin de que fueran musicalizadas por Astor Piazzolla y cantadas por Edmundo Rivero, el más entusiasta impulsor de la iniciativa. Claro está que su carácter tan contradictorio hizo que esa sociedad se dispersara: quedó un único –impecable- disco con Rivero y el quinteto de Piazzolla; luego, sin que se supiera bien por qué, se peleó con éste y Rivero debió recurrir a sus guitarristas para hacer una segunda placa. Lo único que se le oyó decir al escritor fue: -Ese tipo es un cajetilla fosforescente.
Pero tal vez la verdad siempre haya estado en sus versos eternos: -Esa ráfaga, el tango, esa diablura,/ los atareados años desafía:/ hecho de polvo y tiempo, el hombre dura/ menos que la liviana melodía,/ que sólo es tiempo. El tango crea un turbio/ pasado irreal que de algún modo es cierto,/ el recuerdo imposible de haber muerto/ peleando, en una esquina del suburbio”.
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