Desde la frontera Rivera Livramento/Roberto Beto Araújo para Diario Uruguay.
Cuando el Cura Silva llegó a la Cuaró todo era muy diferente, empezando por la parroquia que ni era parroquia todavía, era apenas un rancho mitad madera mitad barro, un rancho enclavado contra la cañada que cortaba literalmente la Cuaró en dos.
Cuando el Cura llegó nadie fue a recibirlo, ni tampoco resultó muy simpático su arribo, más bien la barriada, un rancherío que nacía en el Sobradiño y se arrastraba perezosamente hasta el Cuartel, lo “reojeaban” con cierto recelo y desconfianza cuando lo veían deambular por las arcillosas calles con su negra Sotana, rostro enjuto y mirada inquisidora.
Y así se la pasó el Cura casi que en siniestra soledad y aislamiento, hasta el día en que caminando por la línea pasa frente al Sobradiño y una pelota perdida que salió medio que de sobrepique vino rodando por la arena del descampado y fue a parar bajo la suela de su negro zapato.
El Cura quedó ensimismado mirando aquel rústico balón de cuero crudo y cosido con tiento, se agachó parsimoniosamente y levantó la pelota, y mientras contemplaba la redondez casi mágica del balón, se topó con la indiscreta mirada de un gurí que casi tan asombrado como el Sacerdote, esperaba la pelota con tanta ansiedad cuanto curiosidad.
El Cura hizo bailar la pelota en sus manos, y luego se vio rodeado por una muchedumbre de gurices descalzos y harapientos que lo observaban inquisitoriamente.
El Cura por primera vez desde su llegada esbozó una tierna sonrisa y antes de devolverles el útil a la gurizada, atinó a preguntarles ¿cómo se llamaba el equipo?, a lo que casi en coro la barra le respondió –“Fronteras” con risible satisfacción, casi que vanidoso orgullo.
“Fronteras”, balbuceó el Padre, como si ese nombre le dijera algo en especial o nada en particular, casi como si un eco del destino viniera a repicar en su memoria muy pretérita o muy futura, en esa amalgama entre pasado y futuro que a veces muy raramente la providencia nos obsequia.
El Cura en un rápido brinco devolvió la pelota a la gurizada que salieron a las corridas rumbo al baldío para seguir en lo suyo, mientras el Cura se sentaba en una piedra para observar la picada, mientras le repicaba ese mágico nombre “Fronteras Fronteras” como si todo el universo infinito se coagulara en una palabra.
Fue la Primera vez que el Cura se sentaría a ver un partido del club, y claro que no sería ni por asomo la ultima, pues desde esa añeja tarde “Fronteras” pasaría a ser parte de su propio credo, casi de un modo tan santificado cuanto la fe que lo inspiraba.
No podría saber en aquel momento, que ese caprichoso rodar del balón que viniera a su encuentro, no era otra cosa que su propio destino, el suyo y el de toda una barriada y que desde ese momento, nada habría de volver a ser igual, pues alguien lo había visto, y ese alguien no era otro que El Turco Antonio que venía a llevar su bagallito desde la línea, y que advirtió en ese preciso instante la insoslayable pasión que se ocultaba debajo de esa sotana azabache.
Fue el mismo Turco Antonio quien esa noche, cuando al finalizar la reunión de Fronteras, en su vieja sede frente a la Plaza (o lo que después habría de ser la Plaza) sugirió que cruzaran la calle para ir a pedirle al curita que los ayudara a redactar el acta donde el novel Club solicitaba su afiliación a la Liga.
Así todo comenzó ….
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