Hay zonas de Montevideo donde la violencia y el temor se imponen sin que el Estado sancione y apoye

Noticias de Marconi, Cerro Norte, Casavalle, 40 Semanas dan muestra de ámbitos donde la vida no vale mucho. Sin duda que, por diversas razones, la situación de niños, niñas y adolescentes está aún más expuesta.

Y a pesar de esa cobertura mediática, que simula ser exhaustiva, pero que apenas se permite orillar lo que sucede en esos barrios, muy poco se sabe de lo que ocurre en los mismos.

“No comemos pastel, es cortita. Somos sicarios y apuntamos pa’ los giles”, dice uno de ellos, frente al celular. “Vamo’ a respetar al chorro”, agrega el otro. “Te mandamos plomo”.

Una de las tantas “noticias” sobre estos temas fue publicada en Subrayado, noticiero de Canal 10, compartiendo un video donde dos hombres, armados y encapuchados, envían un mensaje. ¿A quién o a quienes va dirigido ese mensaje? La respuesta es ciertamente difusa. Uno de ellos se presentaba como “el jefe de Vista Linda”. El otro como “el Gordo Marcelo del 40 Semanas.

El trabajo en territorio

Hablamos del “40 Semanas”, pero situaciones similares y peores se registran en otras zonas. En Cerro Norte, por ejemplo, en dos meses murieron ocho gurisxs.[i]

Por supuesto, hay en la zona un trabajo de maestras, maestras comunitarias, educadoras, referentes de centros educativos y la presencia de la Universidad de la República. La tarea que desarrollan es diaria y generalmente se vive como “quijotesca” en territorios donde el narcotráfico atraviesa a la comunidad y la violencia se impone como forma vincular y donde el tránsito por el territorio se convierte en un riesgo permanente. Y hasta realizar un trámite se dificulta.

La violencia genera miedo y se termina naturalizando como una forma de sobrevivencia. A la vez se levantan murallas invisibles de aislamiento.

Los equipos que intentan paliar en parte lo que allí ocurre lo hacen con limitados recursos y con un apoyo escaso de las autoridades.

Son diferentes formas de violencia que se suman a otras que también padecen las familias como el hambre, la salud, la falta de fuentes de empleo y las secuelas que dejó la pandemia.

Precisamente, la falta de trabajo hace que lxs gurisxs tengan que buscar estrategias para sobrevivir. Es así que empiezan a ser parte un de círculo en el que conseguir algo para poder subsistir. Y entonces aparece allí otra lógica de violencia, la del “te debo y me debés”, de la que resulta muy difícil, casi imposible, poder salir.

Todos los días desaparece una gurisa

Si esto ocurre es porque hubo, en los últimos tiempos, un “corrimiento del Estado”, que en muchos casos ha quedado casi invisible o, al menos, de eso poco se habla.

Los equipos técnicos que había hace algunos años, y desde los que se intentaba sostener, de alguna forma, la realidad del territorio, en gran medida han desaparecido.

Programas como Jóvenes en Red han quedado por el camino. Se frenaron en esos territorios las propuestas culturales y deportivas las que, aun con cierto desorden y con algunas limitaciones, mostraban una intencionalidad del Estado para sostener algunas problemáticas. Y cuando las instituciones intentan otras formas de vincularse se encuentran con una resistencia difícil de eludir. Pero esto, vale aclarar, no tiene que ver con las personas que trabajan para esas instituciones, sino de los marcos institucionales en los que deben moverse.

Una abuela salió a buscar a su nieta y le dijeron “doña, vaya pa’su casa, no se meta” y todo sigue como si no pasara nada.

La consecuencia es que las familias dejan de enviar a lxs gurisxs a los centros de educación y a los controles de salud, con lo que se genera un círculo vicioso muy complejo. Es que la gente tiene miedo y no quiere permanecer en espacios públicos, ni aun al aire libre.

Luego de un asesinato en las afueras de una escuela, los restos quedaron durante  horas expuestos. Una niña se lo relataba, con naturalidad, a su maestra en estos términos: “no juntaron los sesos, Mae”.

Pero las autoridades consideran que es un problema “del afuera” y no de las instituciones a las que representan. Surge la duda de si hay en esta mirada un convencimiento o un reconocimiento de la incapacidad que tenemos como sociedad para resolver esta problemática.

Muchas familias duermen en el piso para no estar cerca de las ventanas; hay muros tapizados de balazos; en los recreos muchas veces la gurisada se tira “cuerpo a tierra” para ponerse a salvo de las balaceras. Y todo esto se vive con crudeza y naturalidad. Especialistas afirman que la juventud accede a la muerte de diferentes formas, la heteroagresividad hacia afuera o hacia sí misma, es una de ellas.

Entonces, en momentos en que habla de la prevención del suicidio en la juventud es lógico preguntarse ¿qué proyecto de vida hay para estas adolescencias?

En una de nuestras recorridas nos comentaron que “todos los días desaparece una gurisa, todas las noches”. Luego hay algunas que aparecen y otras que no se sabe más de ellas y eso queda silenciado por esa misma red que se va apoderando del territorio y de las posibilidades de subsistencia de las familias.

Hay zonas de Montevideo donde la violencia y el temor se han impuesto de tal forma que quienes no pueden emigrar terminan mimetizándose con la  realidad que imponen bandas que tomaron el control de esas zonas. El Estado no apoya y sanciona a quienes se animan a denunciar los hechos.

Las escuelas tienen 4 o 5 pedidos de pase por mudanzas, pero a veces no se va la familia, es una estrategia para sacar a lxs gurisxs del barrio. Y se van con familiares o con otras personas, pero el sistema no hace un seguimiento y entonces es como si esas juventudes desaparecieran como personas. Habría que tener herramientas, equipos y contención en el territorio y mucha presencia para poder dar cuenta de todo eso que ocurre, pero la política se hace trampas y se escabullen gurisxs por todos lados. No hay una decisión política de estar en el territorio como Estado, protegiendo. La consecuencia es una absoluta y creciente desprotección.

Las familias y las personas que trabajan en territorio tienen mucho miedo a plantear las situaciones porque se sienten en profunda soledad y vulnerables. Es una lógica muy perversa que hace que el miedo a perder el trabajo o “a que te peguen un tiro cuando vas o venís del trabajo”, es paralizante.

El poder de lo colectivo

Sin embargo el interés de esta nota no es plantear un panorama apocalíptico sin salidas posibles. El tema es saber cuáles serán esas alternativas.

Hay un cierto consenso en las personas que trabajan en los territorios en que, lo[1]  primero es “visibilizar” lo que está ocurriendo y tratar que deje de ser algo que se asume con naturalidad. La clave, para poder lograr, paulatinamente ese cambio, es “el poder de lo colectivo”.

Se trata de comenzar a registrar situaciones habituales, frases cotidianas que den cuenta de la realidad, sin identificar a nadie personalmente. Exponer situaciones que son tan cotidianas como extremas. Hay maestras que aseguran que la túnica les ha servido, más de una vez, para salvar sus vidas. Esos son testimonios que dan cuenta de lo que pasa en esos barrios.

Por eso se requieren propuestas que puedan sostenerse en el tiempo. Es necesario recuperar estos espacios comunes en territorio, los espacios públicos, porque la sensación es que no es posible transitar una zona, ir a una plaza, o permanecer en el patio de una escuela, sin miedo a ser baleados, es algo a lo que no deberíamos acostumbrarlos. Es imprescindible instalar otra lógica de trabajo, es impostergable.

[i] A fin de no incurrir en la reiteración de niñas, niños y adolescentes nos vamos a permitir en esta nota mencionar a esa población como “gurisxs”, como una expresión más cercana.

Fuente> APU