Un asesino en serie riverense. “La terrible historia de Máximo Cándido Araújo (El Caoba)”

Desde la frontera Rivera Livramento/Roberto Beto Araújo para Diario Uruguay.

Siempre oímos decir que Pablo Gonzalvez (el psicópata de Carrasco) fue el primer y único asesino en serie uruguayo, pero la verdad es muy diferente.

Hubo otro anterior, y quizás alguno más, pero por lo menos tenemos noticias de uno, y ese uno era nativo de acá, un bayanito de mala entraña, pues en verdad Maximiliano Cándido Díaz o Máximo Cándido Araújo según consta en su carnet de soldado del regimiento número 8 de caballería, nació en Rivera el 3 de octubre de 1899.

Según consta en el expediente judicial que refiere a sus crímenes, aquellos que alcanzaron notoriedad a finales de la década del veinte, principio del treinta, y que le valió el tristemente célebre mote de “El vampiro de la calle Yerbal” a causa de sus crímenes cometidos en un prostíbulo del “Bajo” barriada ancestral que se ubicaba sobre la Rambla portuaria montevideana, donde literalmente degolló a dos meretrices.

“El Caoba” como era conocido por su piel nacarada, nació en Rivera en un rancho ubicado sobre la ribera del Paso del Lagunón a doscientos metros del Cementerio, y tuvo su vida sellada por la tragedia desde la cuna, pues su padre murió asesinado antes mismo que naciera , según se dice a manos de un comisario que le tenía ganas, a cuenta de líos por polleras, y hay hasta quien dice que el Caoba era en realidad hijo del Comisario.

Su madre murió degollada cuando el Caoba tenía cinco años, y su crimen jamás fue aclarado, y hasta se habla nuevamente de la participación del mentado comisario en el episodio, pero comisario o no, lo cierto es que el Caoba quedó en el más absoluto abandono desde entonces, viviendo con unas tías viejas en Paso de Castro, y luego dado a una estancia de Mazangano para servir de peoncito ceba mates y siete oficios servidumbre de un hacendado brasilero más ruin que mata de mio-mio, y por allí anduvo arrastrando su miseria hasta que murió el estanciero y volvió a Rivera sin techo ni guiso, por eso entró de agregado en el tercero.

Antes de cumplir los 18 enganchó como milico en el cuartel y después de andar entreverado en un par de reyertas bolicheras, aprovechando el traslado de un Coronel que le dio amparo, fue transferido a Montevideo donde entró a servir en el octavo de Caballería.

Hombre tosco, silencioso, taciturno, raro según se decía, se las pasaba las horas mateando en silencio ya sea en el patio del cuartel o en la escollera, pero aun así nadie podría suponer que detrás de esa figura solitaria y maltrecha, se ocultaba el psicópata que habría de convertirse en tristemente célebre “Vampiro de la la Calle Yerbal”

Al Caoba se le atribuye dos asesinatos confirmados, de las dos prostitutas de la calle Yerbal en Montevideo, pero hay quienes sostienen que sus crímenes fueron muchos más, incluyendo otra meretriz en Santana Do Livramento, días antes de que partiera para Montevideo.

También se le atribuye aunque sin pruebas de que sería el autor de dos asesinatos con semejantes características en el Prado de Montevideo, todas prostitutas, y todas degolladas, al mejor estilo de Jack el Destripador.

Condenado por los dos asesinatos de la Calle Yerbal, fue penado a treinta años de prisión, siendo liberado en 1962, luego de librado volvió a su Rivera natal, donde murió de tuberculosis el 22 de mayo de 1964, enfermedad que contrajo en la cárcel, durante su cautiverio.

Enterrado en el Cementerio del Lagunón, su memoria y sus restos reposaron en la vieja estructura hoy demolida de la necrópolis serrana, soterrado por el olvido y la desidia, como si su pueblo se avergonzara de sus perversidades, o en el mejor de los casos prefiriera olvidarlo.

Así termina la triste existencia del primer asesino en serie uruguayo, hombre que cascoteado por el destino fue tan víctima cuanto victimario, y que pese a sus atrocidades injustificables, es dable no olvidarlo, a fin de que en las sombras de su penumbrosa vida se pueda calibrar aunque más no sea en la memoria, las consecuencias del abandono, que pueden despertar en las entrañas mas pérfidas, la monstruosidad que duerme en la naturaleza humana.