octubre 9, 2024

Cuando el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer le abría su alma al periodista Ramón Mérica

HECHALAMERICA POR RAMÓN MÉRICA PARA DIARIO URUGUAY.

En el encuentro, que tuvo lugar en el décimo piso de un edificio art decó en la Avenida Atlántica carioca, ocurrió un día del año 2000, cuando el arquitecto tenía 93 años pero aparentaba 20 menos y conservaba una “rotunda voz de bajo”. Durante horas, el don de Mérica para la conversación se unió con el de Niemeyer para recordar. Hablaron de su familia y sus estudios, de la influencia de Lúcio Costa y Le Corbusier, de Fidel y de Cuba, del dinero y la generosidad. Y de arquitectura, claro, la maravilla de Brasilia y la caótica pero cautivante Río de Janeiro.

“Yo era de familia católica, familia llena de prejuicios, pero cuando tuve que enfrentarme a la vida, supe que era injusta de más. Y así entré al Partido”. Corría 1945 y aunque colocarse del lado de los comunistas le costó algunos traspiés en su carrera, nunca dejó de estar convencido de sus ideales. Conversó en persona con el líder cubano Fidel Castro una sola vez, pero para él era un gran amigo. También era quien le mandaba esos habanillos cubanos que tanto le gustaban y que, según él, resultaban fundamentales para mantener la buena salud.

En aquella charla Fidel le encargó una escultura para La Habana que Niemeyer nunca hizo “porque allá hay otras prioridades”. Tampoco viajó nunca a Cuba. En cambió, vivió años en París y se deslumbró con “el espectáculo” que es Italia. “Ellos supieron cuidar muy bien el tamaño de sus ciudades, mantener la proporción, no como muchas de las ciudades latinoamericanas que han crecido desaforadamente”.

Su primera obra fue el barrio de Pampulha (Belo Horizonte), que se construyó entre 1942 y 1943. Pampulha ofició como puntapié inicial de Brasilia y es una obra que siempre le gustó. “Porque yo soy muy crítico de mi obra, ¿sabe?”, le advirtió a Mérica. Ejemplo de ello es su opinión sobre el Grand Hotel de Ouro Preto: “Es del `38 y es horrible”. Brasilia fue otra historia, toda una aventura. “No había tiempo para pensar (…) Brasilia fue hecha, sobre todo, con mucho entusiasmo (…) A mí me gustaba y me engañaba con aquel clima de fraternidad que había. Nosotros los arquitectos, los ingenieros, los obreros, llevando la misma ropa, comiendo en el mismo lugar, sufriendo las mismas inquietudes, con las mismas esperanzas, y entonces parecía que una sociedad diferente estaba naciendo. No era verdad: el día que Brasilia se inauguró, vinieron los políticos, vinieron los dueños del dinero, llegaron los especuladores y los doctores y el mundo siguió siendo esa horrible cosa de pobres y ricos como es hasta ahora”.

Niemeyer fue un pionero en muchos sentidos. Quizás porque logró unir dos conceptos que hasta entonces no iban de la mano: el hormigón y las curvas. Muchas veces designado como un heredero de Le Corbusier, el brasileño dice que su arquitectura es diferente. Ni mejor ni peor, simplemente es una arquitectura ligada a una cabeza y una realidad brasileña. “No es el ángulo recto que me atrae, ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer preferida. De curvas es hecho todo el universo, el universo curvo de Einstein”, dijo una vez en una frase que se inmortalizó. Sí coincide con el maestro sueco en que para construir una obra debe haber invención y sorpresa. “Un día leí un libro de un poeta francés cuyo nombre no recuerdo y él decía: `La característica principal de una obra de arte es la sorpresa, el asombro, el espanto`. Y eso es lo que yo busco hacer con mi arquitectura”.

En su carpeta también está la sede de la Organización de las Naciones Unidas en Nueva York, la casa del Partido Comunista Francés en París y el edificio de la editorial Mondadori en Italia.

Sin embargo, Niemeyer no se hizo rico. Tampoco era su aspiración. “Me daría vergüenza que me creyeran rico. Yo quiero ser como mi abuelo Ribeiro de Almeida, el que me crió, que murió pobre y sólo dejó una casa hipotecada. ¡Qué orgullo!”.