octubre 7, 2024

Veredas. El Ingeniero Eladio Dieste y el vuelo bautismal del ángel del ladrillo

Iglesia de San Pedro, Ing. Dieste, E. Durazno, 1971. Foto de Rodolfo Martínez, 2006

Iglesia de San Pedro, Ing. Dieste, E. Durazno, 1971. Foto de Andrea Sellanes, 2006

VEREDAS CAMINADAS POR RAMÓN MÉRICA PARA DIARIO URUGUAY.

Una luz medieval -como la que desliza por los geométricos muros de la Iglesia San Pedro de Durazno, una obra mayor, 1971- socorría la vida y la obra del Ingeniero Dieste. Porque la humildad y la Fe apuntalaron una existencia donde siempre imperó el medio tono de la reflexión profunda, el susurro magistral de quien medía hasta el infinito el mínimo paso que debía dar porque sabía muy bien que la vida y la creación suelen estar empedradas por obstáculos que muchas veces ni el más perfecto de los cálculos puede saltear. Y en esas lides anduvo dribleando casi 83 años.

El Toque Divino. El vuelo bautismal del ángel del ladrillo empieza con la Iglesia de Atlántida, como todo el mundo la llama, pero no hay que llamarse a engaño. Esa Iglesia a la entrada del balneario que todos conocen no es obra de Dieste, sino otra, más escondida, la del Cristo Obrero (1960), que hoy figura en las mayores publicaciones de arquitectura del mundo como un ejemplo inusual, único, magistral, del más antiguo de los mampuestos: el ladrillo.

Iglesia de San Pedro, Ing. Dieste, E. Durazno, 1939. Foto de Andrea Sellanes, 2006

“Esa obra cambió mi vida”, solía recordar el Ingeniero. No sólo su vida sino la de miles de técnicos para quienes el uruguayo fué el descubridor de una técnica constructiva absolutamente única, el creador de una manera arquitectónica donde importan la medida elegancia, la sobriedad, el ingenio, pero sobre todo el triunfo de la economía. En ese sentido, además de su talento, el Ingeniero Dieste se plantó ante el mundo con una propuesta revolucionaria: se puede hacer obras maravillosas con elementos simples -o pobres- como el ladrillo, el hierro y el mortero. “El dispendio no produce buena arquitectura”, llegó a aseverar. “La economía es uno de los elementos que ayuda a producir una buena obra”.

No fueron solamente palabras. Ahí están esos soberbios ejemplos de reflexión y praxis que han dejado estupefactos a colegas de todo el planeta. Para no irse muy lejos y hablar de su intervención en el metro de Río (cosa que la mayoría de los uruguayos ignora) o de la fascinación de Henares, los compatriotas tienen bien a mano algunos de esos prodigios ingenieriles.

Iglesia de San Pedro, Ing. Dieste, E. Durazno, 1971. Foto de Rodolfo Martínez, 2006

Para empezar, acercarse hasta la Rambla Baltasar Brum y Julio Herrera, donde emergen unos galpones que en realidad son esculturas. Cuando se llamó a Dieste para esa obra, se le sugirió tirar abajo los galpones preexistentes allí mismo y levantar unos nuevos. El técnico tomó otro camino: deshizo lo que estaba en condiciones insalvables pero respetó el basamento original, sobre el cual desplegó la genialidad que ha hecho de esos galpones un punto de estudio para arquitectos.

Huellas ilustres. Porque al contrario de muchos de sus colegas (sobre todo de las últimas camadas de arquitectos que desdeñan todo lo agradable o decorativo amparados en el dictámen de Loos que “El más es menos”) el Ingeniero Dieste sentía un profundísimo respeto por el legado de sus antecesores, por los grandes maestros del pasado. También comulgaron con ese respeto señores como Andrea Palladio (1508 – 1580) o el uruguayo Julio Vilamajó (1895 – 1948), y ahí están sus obras para demoler tanta arrogancia modernista.

“Yo pienso que la tradición es algo inevitable. Probablemente lo que llamamos es el reencuentro de los hilos de la tradición, el reencuentro de las tradiciones más profundas”, se confesó ante Pablo Vierci y Delgado Aparaín en una excelente entrevista en Montevideo Ciudad Abierta (Diciembre 1996). Y remataba allí mismo: “Lo revolucionario es el reencuentro con cosas que estaban como perdidas y que deben rescatarse para que aparezcan de nuevo”.

Ecos de afuera. Eso es lo que deben haber sentido los españoles que cayeron en Montevideo en la casa de ladrillos de la calle Mar Antártico 1227, Punta Gorda, pidiendo al Ingeniero la construcción de cinco iglesias para el obispado de Alcalá en el corredor de Henares. Por supuesto: querían réplicas de sus iglesias uruguayas, pero el pedido era más amplio. La dirección de la célebre Universidad le encargó “algo que enlazara el apeadero del tren con las facultades”, lo cual significó el diseño de 350 hectáreas del campus con una suerte de juego de olas ondulantes que sacudieron el terreno.

Iglesia de San Pedro, Ing. Dieste, E. Durazno, 1971. Foto de Andrea Sellanes, 2006

Fue entonces El País de Madrid lo calificó como “El Gaudí latinoamericano” y afirmó: “Utiliza la misma técnica que Gaudí y, como él, ama las curvas. Pero Dieste es tan sobrio como los ladrillos de arcilla que usa”.

Mundo fértil. En medio de pleamares creativos entre agnósticos, anarcos, socialistas y otras yerbas, el artiguense conservó desde siempre una profunda fé católica, un misticismo existencial que se revela claramente en la concepción de sus singulares iglesias. Habitante de una austera casa de ladrillos -obra propia, por supuesto- donde creó una familia de once hijos con la alemana Elizabeth Freidheim, el Ingeniero iluminado esperaba la paz eterna desde hace tres años en una silla de ruedas calmadamente.

Como la espléndida paloma de ladrillo que marca la entrada a Salto (donde hay mucha obra diestiana, incluída la Terminal de omnibuses), esa actitud inerte no podía desmentir la verdadera esencia de su persona y de su gravitación universal. Esa lírica ave de terracota parece congelada en el tiempo y el espacio pero no es así: su vuelo como el de su demiurgo, no tiene tiempo ni espacio porque la magia no sabe de esas cosas, así esté edificada sobre barro de campo al que el fuego confiere su carnet de delicada terracota. No todos lo perciben, pero esos ladrillos tienen alas.